martes, 15 de octubre de 2024

Una cada 12 horas

 Una cada 12 horas


Concurrió al médico. Estaba tranquilo, con esa paz que hay antes de una tormenta. El médico, un hombre cincuentón, lo recibió enfundado en su blanco uniforme. Le pareció que la única nota de color era su cabeza canosa. El consultorio, frío y aséptico, semejaba un templo. Con sus palabras monótonas, que resonaban como una letanía, volvió a la realidad de tener que entablar una conversación.

—Estrés —le dijo el médico.

—¿Qué?

—Estrés, señor Beltrán. ¿Le puedo hacer unas preguntas?

—Sí —respondió, volviendo a sumirse en esa paz nerviosa. Sabía que tenía algo, y ese algo tenía nombre.

—¿Duerme bien? ¿A qué se dedica? ¿Ha sufrido algo fuera de lo rutinario?

—Sí, soy empleado... me asaltaron.

—Eso es. Trate de no pensar en eso, déjelo pasar. Le voy a dar unas pastillas.

El médico se quedó pensando un momento. Recordó una charla con el vendedor del laboratorio. Se preguntó: "¿Será este el paciente que busco?" Lo observó de arriba abajo. Algo en su cara le dijo que sí. Buscó su bolígrafo dorado, grabado con su nombre, y tomó una hojita blanca. Garabateó algo inentendible y se dirigió al cajón de su escritorio.

La caja del medicamento tenía un aspecto industrial, sobrio. Era capaz de acallar las dudas del hombre más escéptico. Bautizada con un nombre extraño, despertaba una fe casi mística en ella. Era la cura.

—Tome una cada 12 horas.

—¿Para qué son? —preguntó Beltrán, con el temor de quien ofende a Dios al dudar de un salmo.

—Para el estrés —mintió el galeno. Era una pastilla con un gen que anulaba el miedo.

—Que tenga buen día, señor...

Antes de que se diera cuenta, escuchó cerrarse la puerta detrás de sí. Y cada cual a lo suyo; el médico olvidó su rostro tan pronto como salió del consultorio.

Pasó una semana. Era temprano, la secretaria abrió la puerta. Tomó el diario del piso y lo llevó al consultorio. El médico llegó, saludó y esperó las dos respuestas habituales de su secretaria: "Buen día" y "Recién a las 9 hs hay alguien". Bien, tendría tiempo para leer el diario y tomar un segundo café. Fijó la vista en una nota, su cara se desdibujó. Acercó más su vista al diario.

“Todos quieren saber quién es este hombre. Parece que hace una semana era una persona normal, pero desde hace seis días está en pie de guerra contra todas las injusticias que se cruzan en su camino. Tiró a los golpes a un inspector que le hacía una multa cuando venía de pagar el estacionamiento. Destruyó un súper chino cuando el dependiente le dijo que no tenía monedas, y destrozó a palazos un auto que no le dejaba sacar el suyo de su casa. Ahora está participando en la toma de oficinas por mejores condiciones laborales. Este periodista pudo hacerle unas preguntas, a lo que Beltrán respondió: 'Estamos hartos de vivir con miedo a perder nuestro trabajo, el mismo miedo que nos hace soportar tantas injusticias por parte de nuestros jefes. Se acabó. De acá no se va nadie hasta que nos den lo que pedimos...'”.

"Beltrán". Al médico le subió la sangre a la cabeza. Revisó sus cajones, tomó el papel garabateado y leyó en voz alta: "Beltrán". Tomó las cajas del medicamento Fearnex, que ya no le parecían sagradas. Arrugó el papel y metió las cajas en una bolsa para deshacerse de ellas. Ahora, el que tenía miedo era él. Tenía miedo de la cura para el miedo.

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