Yo, tú, él. Nosotros, vosotros, ellos: Reflexiones sobre las palabras, los actos y el odio selectivo
En el principio fue el verbo, la palabra. Así comienza el Génesis, uno de los textos más antiguos que dan testimonio del poder creador de lo que decimos o pensamos. "Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz". Desde ese momento inicial, las palabras se establecieron como fundamento del mundo. Sin embargo, en esa narrativa bíblica podría cuestionarse: ¿por qué Dios dijo en lugar de simplemente pensar ? Tal vez porque en el pensamiento reside la verdad pura, pero es en la palabra donde encontramos la ambigüedad, la interpretación y hasta la mentira. Jacques Lacan, filósofo y psicoanalista, ya advertía: "No puedo decir todo lo que pienso". Y es precisamente esa imposibilidad la que le otorga a la palabra un poder transformador, moldeador de realidades, aunque no necesariamente de verdades.
Quien tiene el monopolio de la palabra tiene el monopolio de la realidad. Pero la verdad... esa siempre será una construcción colectiva, frágil e inestable. Las generalidades, por ejemplo, son una herramienta poderosa para simplificar el caos del mundo, pero también son peligrosas cuando reducen la complejidad humana a categorías fáciles de digerir. Es aquí donde surge una pregunta incómoda: ¿por qué odiamos al ladrón común, pero no sentimos el mismo desprecio hacia el corrupto?
El odio selectivo: ¿pecado o pecador?
Imaginemos dos escenarios. En el primero, alguien sufre un robo en plena calle. La sociedad entera clama justicia, condena al delincuente y exige castigos ejemplares. El ladrón es señalado como el mal absoluto, un ser indigno de compasión. Ahora imaginemos el segundo escenario: un funcionario público desvía millones de pesos del erario. Aunque el daño económico y social es infinitamente mayor, la reacción pública suele ser mucho más tibia. El corrupto puede incluso justificarse ante los ojos de muchos con frases como: "Es parte del sistema", "Todos lo hacen" o "La política es así".
¿Por qué esta diferencia? Ambos actos son delitos penados por la ley. Ambos implican la apropiación indebida de bienes ajenos. Sin embargo, mientras el ladrón es objeto de un odio visceral, el corrupto parece recibir una especie de indulgencia social. Este fenómeno revela algo profundo sobre cómo construimos nuestras emociones colectivas. No odiamos el acto, sino al actor. O mejor dicho, odiamos al actor que podemos identificar fácilmente —el ladrón de poca monta—, pero nos resistimos a culpar a aquellos cuyas acciones están envueltas en complejidades institucionales o mediáticas.
Un ejemplo claro de esto lo encontramos en casos como el de Martín Redrado o el caso Niembro en Argentina. Personajes públicos involucrados en actos de corrupción logran reinventarse tras sus escándalos, viviendo sin mayores sobresaltos. Al final, no son ellos los culpables; es "el sistema", "la política", "las circunstancias". Nos resulta más cómodo externalizar la culpa que enfrentarla cara a cara.
Odiemos el pecado, no al pecador
La frase "odiar el pecado, no al pecador" ha sido repetida por siglos en contextos religiosos y morales. Sin embargo, rara vez la aplicamos en nuestra vida cotidiana. Si algo es negativo, ciertamente es el sentimiento de odio. Pero si vamos a odiar, hagámoslo de manera consistente. Que nuestro rechazo sea hacia el acto injusto, no hacia el individuo que lo comete. Después de todo, todos somos susceptibles de caer en errores. Lo importante es aprender a distinguir entre el acto y la persona, entre el delito y el contexto.
Cuando generalizamos, simplificamos demasiado. Decimos "todos los políticos son corruptos" o "todos los ladrones son iguales", ignorando las particularidades de cada caso. Esta tendencia a agrupar bajo etiquetas nos impide reflexionar críticamente sobre las causas estructurales que permiten tanto el robo callejero como la corrupción gubernamental. Mientras culpemos únicamente a los individuos, evitaremos mirar hacia los sistemas que los habilitan.
Palabras y realidades: ¿quién controla la narrativa?
Volvamos al principio: en el principio fue la palabra. Las palabras crean mundos, pero también los destruyen. Hoy en día, quienes controlan el discurso dominante tienen el poder de definir quién es el villano y quién merece perdón. Los medios de comunicación, las redes sociales y las instituciones juegan un papel crucial en esta dinámica. Un ladrón común queda atrapado en una narrativa de marginalidad y violencia, mientras que un corrupto puede beneficiarse de un relato más sofisticado que lo presenta como víctima de las circunstancias.
Por eso es fundamental cuestionar las narrativas que consumimos. Debemos preguntarnos: ¿quién está contando esta historia? ¿Qué intereses hay detrás? Y sobre todo: ¿qué palabras estamos usando para describir el mundo que habitamos?
Conclusión: Yo, tú, él. Nosotros, vosotros, ellos
Las palabras nos dividen y nos unen. Nos permiten señalar al otro ("él", "ellos") o incluirlo en nuestro círculo ("nosotros", "vosotros"). Pero también pueden alienarnos, llevarnos a odiar sin entender. Frente a la tentación de juzgar apresuradamente, recordemos que el verdadero cambio comienza con una reflexión honesta sobre nuestras propias contradicciones.
Al final, tal vez lo más importante no sea quién dijo qué, sino qué hacemos con lo que escuchamos. Porque en nuestras manos está decidir si usamos las palabras para construir puentes o para levantar muros.
Fin.
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