Este visitante no llega con violencia, sino con familiaridad. No es fácil echarlo; su rostro refleja parte de lo que soy. Sin embargo, mientras está aquí, roba con una sutileza despiadada. La tranquilidad, la paz y el sosiego se desvanecen ante él. Arruina el futuro con su pesada presencia y me obliga a vivir un presente lleno de angustia. Se alimenta del éxtasis de mis miedos y del eco de mis dudas.
Expulsarlo no es un acto rápido ni sencillo. Es un proceso largo, doloroso y transformador. Enfrentar a este amigo-espectro requiere más que fuerza; demanda una filosofía capaz de sostenerme mientras avanzo en el terreno pantanoso de mi mente. ¿Cómo resistir su influjo sin deformarme en el intento? ¿Cómo erradicarlo sin permitir que me despoje también de mi esencia?
El riesgo de fallar es terrible. Si no logro arrancarlo, su huella se vuelve permanente. Convierte el anhelo de paz en un deseo desesperado de que todo termine. Su presencia envenena el alma, alimenta la culpa y siembra una sombra que amenaza con acompañarme por el resto de mi vida.
Pero tal vez, la clave no esté en la lucha frontal, sino en entender qué representa este visitante. Tal vez no sea un enemigo, sino un espejo que refleja lo que debo afrontar en mí mismo. Si así es, entonces no se trata de destruirlo, sino de comprenderlo. Solo al conocer su verdadera naturaleza, podré hallar la libertad que busco.
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